viernes, 17 de abril de 2015

Caracoles y lluvia

Siempre me ha gustado pararme a salvar caracoles que, aprovechando la humedad de la lluvia primaveral, caminan ajenos al peligro que supone la planta herrada de un pie humano confinado en un zapato.
Son pequeñas criaturas que han llamado siempre mi atención, con los que he jugado en improvisados circuitos de carreras después de haberlos buscado entre la hierba mojada o adheridos, que bonito participio, a los postes que delimitaban las fincas vecinas. 
Esas babosas evolucionadas, con sus ojos tímidos y sus caparazones, odiadas por los lugareños por comerse las hojas de las berzas, a mi me causaban y causan gran simpatía, desde el bebe de caracol con su concha de claros reflejos y frágil consistencia hasta ese viejo y orondo patriarca de los limacos cuya joroba nacarada ya alcanza un grosor y textura rugosa, todos ellos, con sus rastros húmedos, estelas del lento avance de sus cuerpos, me retrotraen a una infancia llena de momentos felices, lejos de los adultos, descubriendo el mundo y disfrutando como un Huckleberry Finn moderno de los momentos fuera de la escuela, de los caminos de tierra y los pequeños riachuelos donde mojaban los pies en aquellos días cálidos.

Es extraño, un simple caracol puede despertar un montón de recuerdos, y esa sensación de ayudarle adelantando su camino y poniéndolo a salvo, de alguna manera, me convertía y convierte en una suerte de superhéroe para los caracoles, aunque todos sabemos que el cerebro de un caracol, no llegará a desarrollar emociones o sentimientos de gratitud, pero, que caray, la imaginación es de las pocas cosas que no están gravadas a día de hoy, y es una fuente inagotable de paz de espíritu, al menos para mi, ese ser humano salvador de caracoles que, curiosamente, es villano para las babosas, negras y regordetas, seres despreciables a los que no duda en aplastar y regodearse en el sonido que producen en el momento de salir explosión por presión, por que en el fondo, todos somos racistas.

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