Son pequeñas criaturas que han llamado siempre mi atención, con los que he jugado en improvisados circuitos de carreras después de haberlos buscado entre la hierba mojada o adheridos, que bonito participio, a los postes que delimitaban las fincas vecinas.
Esas babosas evolucionadas, con sus ojos tímidos y sus caparazones, odiadas por los lugareños por comerse las hojas de las berzas, a mi me causaban y causan gran simpatía, desde el bebe de caracol con su concha de claros reflejos y frágil consistencia hasta ese viejo y orondo patriarca de los limacos cuya joroba nacarada ya alcanza un grosor y textura rugosa, todos ellos, con sus rastros húmedos, estelas del lento avance de sus cuerpos, me retrotraen a una infancia llena de momentos felices, lejos de los adultos, descubriendo el mundo y disfrutando como un Huckleberry Finn moderno de los momentos fuera de la escuela, de los caminos de tierra y los pequeños riachuelos donde mojaban los pies en aquellos días cálidos.
Es extraño, un simple caracol puede despertar un montón de recuerdos, y esa sensación de ayudarle adelantando su camino y poniéndolo a salvo, de alguna manera, me convertía y convierte en una suerte de superhéroe para los caracoles, aunque todos sabemos que el cerebro de un caracol, no llegará a desarrollar emociones o sentimientos de gratitud, pero, que caray, la imaginación es de las pocas cosas que no están gravadas a día de hoy, y es una fuente inagotable de paz de espíritu, al menos para mi, ese ser humano salvador de caracoles que, curiosamente, es villano para las babosas, negras y regordetas, seres despreciables a los que no duda en aplastar y regodearse en el sonido que producen en el momento de salir explosión por presión, por que en el fondo, todos somos racistas.