La mañana de un domingo soleado cualquiera, encontró un calcetín solitario en mitad del pasillo, que raro, un calcetín en el pasillo, uno de esos calcetines que, por arte de magia, nunca sale de la lavadora.
Una vez recogido y notando su tacto cálido entre sus dedos, llamó a su compañera...
Silencio...
Avanzó hacia el final del corredor y buscó en su cuarto, pero, su cuarto ahora, era la cocina, una cocina que, tampoco era la suya, nada estaba donde solía estar, aquella casa, no era su casa, pero no lo sabía, se sintió completamente desorientado, nada parecía tener sentido y, su pecho comenzó a tornarse minúsculo, a duras penas lograba que el aire inhalado fuese el suficiente para no sentir aquella angustia.
Comenzó a sentir que no era ni siquiera él, tuvo que recurrir a los fármacos para lograr una paz que horas antes,formaba parte de su día a día, cerró los ojos y, cuando volvió a sentir la luz en sus pupilas, ya no estaba en casa, no estaba en ninguna parte, nada, no había nada.
Cada uno de sus pies parecían pesar cientos de toneladas y se antojaba una misión imposible el poder dar un simple paso, así supo que su vida, aquella vida artificial, estaba patas arriba.