Tarde de sol en los callejones y pasos, pasos sordos. Tras de
si quedaba aquella edificación de tonos tierra que en otro tiempo que, nadie de
su generación recordaba, salvo por los comentarios nostálgicos de los mas
ancianos, de aquellos que todavía podían evocar el ya apagado modernismo de una
urbe obrera que, como tantas otras, había permitido que los setenta fagocitasen
la hermosa arquitectura de aquellos locos años 20.
Pasos, pasos sordos que había comenzado a escuchar nada mas
apartar la vista de aquella jaula floral, una contención ante la inminente
explosión cromática de geranios y petunias, los gatos acompañaban cada uno de
sus pasos y mas de uno, atrevido y presumido, posaba durante los momentos en
que él, móvil en mano, engordaba su lista de instantáneas de Instagram. A su
derecha, un viejo rodillo tricolor acompañado de unas jambas de cemento raído
con restos de la que había sido la pintura de referencia del lugar en el que el
viejo, ya muerto, barbero, pasaba a navaja las barbas ralas y descuidadas de
los marineros que, antes de satisfacer sus mas bajos instintos con las
meretrices de la calle contigua, se adecentaban para ganarse el favor de la
puta mas agraciada del lupanar, hogar de aquellas mujeres que fumaban y
esperaban que, la profesión mas antigua del
mundo, todavía hoy sin regular a nivel laboral, las llevase a hechizar
con sus vaginas, sabias en el amar, a uno de aquellos hombres que las
cortejaban a cambio de unos reales y, quien sabe, algún tonto enamorado las
pusiese un piso, igual a la prima de la Jacinta , aquella a la que el sacerdote llamaba su
sobrina.
Pasos cada vez mas sordos, apagados por el rumor del agua
cayendo sobre las piedras de la fuente que presidía aquella plaza sin nombre,
enfrentada a aquel árbol estéril que lucía orgullosos en el blasón urbano
flanqueado por la torre del homenaje de aquel castillo desaparecido tanto
tiempo atrás.
Y allí, frente a la fuente, sentado junto al eterno
invidente sedente, sus pasos dejaron de oírse, solo el lejano zumbido de la
sirena de la ambulancia que jamás llegaría a tiempo de reanimarlo.
Sin embargo, él era feliz, desde lo alto de su dragón de
bronce, disfrutó como un niño pequeño ante la expectación creada por su
repentina muerte a toda aquella gente, ávida de morbo a la que nunca antes
había visto en su vida, en aquella tarde de febrero bajo el sol.
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